En el tren de Ávila

Con la intención de tener más tiempo libre, decidió aprovechar el viaje en el tren para escribir un par de artículos. Aunque sólo tuviera una hora y media, había que aprovecharla al máximo.

Cargado con su miniportátil, la fiel cámara de fotos y una chaqueta para combatir el frescor matinal que caracteriza al otoño abulense, salió pronto de su casa para dirigirse dando un largo paseo hasta la estación. Tenía que ir a paso ligero, pues no tenía mucho margen para llegar a subirse en el tren procedente de Salamanca para el que ya había comprado los billetes.

El tren de Ávila, con la 252-058 de protagonista.
La 252-058 remolcando un Talgo hacia el norte de España, detenido en la estación de Ávila. Foto: Miguel Bustos.

A paso ligero logró llegar a la estación de ferrocarril con el suficiente adelanto como para poder sentarse en un banco de piedra de uno de los andenes para saborear un esponjoso croissant que había comprado en una pastelería que había por el camino. Mientras masticaba el segundo pedazo y pensaba en que sería buena idea llevar unos cuantos a la oficina cuando regresara, entró en la vía más alejada un tren que procedía de Valladolid y terminaba ahí su viaje. Al cabo de un rato, la megafonía comenzó a anunciar la llegada del tren con destino Madrid.

Como aún faltaban unos minutos, Javier prefirió quedarse sentado y recordando lo que tenía que escribir. Pero sus pensamientos se vieron interrumpidos cuando sus ojos se fijaron en una joven muchacha que iba a cruzar las vías por el paso inferior portando su maleta y un enorme lienzo con su correspondiente bastidor. El impulso de ofrecerle ayuda se vio truncado cuando la dulzura que emanaba de la cara de esa muchacha comenzó a nublarle la mente.

Con la mirada fija en ella y asombrado por cómo se apañaba para bajar las escaleras con gran seguridad sin soltar el lienzo ni su maleta, pensó en levantarse para ayudarla a subir las escaleras del otro andén, mientras se maldecía por no haberse levantado antes. Pero esa sensación de bloqueo mental, que todos sufrimos al ver a una persona que nos atrae, siguió pudiendo con él.

Mientras observaba cómo ella salía del subsuelo, la megafonía anunció por segunda vez la llegada del tren. Sólo faltaban dos minutos según el horario; así que era hora de superar el bloqueo, levantarse y acudir al otro andén.

Como gran aficionado al ferrocarril, Javier pensó en ir al final de la plataforma para fotografiar al tren mientras entraba en la estación y aumentar así su colección de fotos tomadas en este concurrido enclave. Pero, al no saber dónde pararía exactamente la composición. prefirió quedarse en un sitio más cercano al grupo que esperaba para iniciar el viaje junto a él. Y, ¡menos mal! Aunque su coche era el número 3, iba al principio del todo y le tocó correr para llegar a la puerta correspondiente y así no tener que cruzar el tren por dentro.

Al llegar al acceso, se volvió a encontrar con la muchacha del lienzo, quien iba a viajar en el mismo coche. Unos nervios ligeros volvieron a invadir el cuerpo de Javier, si bien no lograron asumir el control sobre él. El no parar de pensar en el trabajo lograba que mantuviera la calma.

Fue precisamente sus ganas de trabajar lo que le hizo sentarse en la fila de atrás del asiento que le correspondía, pues justamente en el de al lado la muchacha dejó su chaqueta mientras colocaba su equipaje en la parte superior. “Esto sí que es una coincidencia, que se tenga que sentar justo en mi asiento de al lado” pensó Javier. Tras acomodarse, bajó la bandeja y sobre ella puso el miniportátil que estaba hibernando con el documento de texto abierto.

Al son del suave rugido del motor diésel del tren, sus dedos empezaron a presionar las teclas con gran rapidez para redactar lo más rápido posible el primero de los artículos; tanto que al pasar por la cercana estación de Herradón-La Cañada ya lo había terminado. Sin dejar pasar ni una milésima de segundo, empezó a trabajar en el otro que -previsiblemente- sería mucho más largo. Pero, como se trataba de un texto de opinión sobre las debilidades del flamante Windows 8, redactarlo era un placentero reto.

Un rato más tarde, el interventor del tren le sacó del mundo de la informática para pedirle el billete. Tras picarlo, se lo pidió a la chica. Con una actitud muy seca e insolente le recriminó que el billete no era válido ya que sólo le había mostrado el de regreso cuando era un ida y vuelta desde Madrid. Según él, aunque sean dos papeles, era de lógica que es un solo billete que debe ir junto. La chica le respondió que no sabía esa norma y que nunca había tenido ningún problema. En ese momento, una veloz flecha atravesó los oídos de Javier que le dejó completamente atontado; su voz era angelical. Un tono perfecto, una dulzura insuperable, un acento castellano y una suavidad tal, que hizo que toda la hermosura de las mujeres que había conocido hasta el momento se desvaneciera y quedara reducida a meros escombros.

Sintió ganas de defenderla ante los malos modales del señor de Renfe, quien volvió a cargar contra ella tras revisar más billetes, mostrando una actitud machista e insultante de la que ella no supo defenderse. Pero otra vez se quedó bloqueado y no supo reaccionar. “¿Y si se lo toma ella a mal? ¿Y si el interventor se pusiera de malas conmigo? ¿Y si realmente no se siente mal y es todo un producto de mi imaginación para tener una excusa con la que lograr hablar con ella?” pensaba. Al final, tantos “ysis” mezclados con el miedo a hacer el ridículo y las ganas de terminar la redacción, hicieron que nuevamente repitiera lo que siempre hace ante las chicas: nada.

Como pudo, volvió a concentrarse en el texto aunque, cuando le consiguió, poco le duró. Alguien llamó por teléfono para preguntarle a qué hora llegaba a la estación de Chamartín. Esta vez sonaba quebradiza, como si estuviera triste, dolorida o baja de ánimos. ¿Sería por la bronca del interventor? ¿Tendría algún otro problema? Pese a no sonar con fortaleza, nuevamente esa voz divina, digna de la musa de las musas, hizo que Javier volviera a sentirse muy tonto e incluso perdió el hilo de lo que estaba haciendo. Al hermoso sonido que había escuchado se le sumó la sensación de arrepentimiento por no haber aprovechado la ocasión de hablarle en el momento del interventor.

Aunque le tomó tiempo, Javier pudo hacer callar a los pensamientos negativos que le rodeaban la cabeza incesantemente para continuar trabajando en poner verde a Microsoft. Pero nuevamente la concentración fue algo fugaz debido a que otra vez volvieron a llamar a la muchacha. En esta ocasión, parecía una amiga con la que intentaba hacer planes para esa tarde. Las palabras que usaba, el tono de su voz, la seguridad que mostraba en el habla, la manera de decir las cosas directamente, sin rodeos; y la cercanía y acogida con la que trataba a la otra persona le encandilaron totalmente e inmediatamente -armado de seguridad- se puso a idear un plan para poder, al menos, intercambiar unas palabras con ella.

Mientras lo hacía, logró terminar el artículo justo en Ramón y Cajal, el apeadero anterior al destino del tren. Enseguida, la megafonía del vehículo anunció la llegada inmediata a Madrid-Chamartín ante lo cual todo el mundo empezó a levantarse con rapidez para coger sus objetos personales y salir rápido. Todo el mundo menos la hermosa chica y Javier quienes, con calma recogían sus cosas. Eso sí, él no dejaba de observar los movimientos de ella para adaptarse a su ritmo y así coincidir, por casualidad, en el pasillo del tren.

Pensado y hecho. Salieron a la vez al pasillo, ante lo que él amablemente le cedió el paso. Pero ella lo rechazó con un gracias y una alargada sonrisa, al igual que rechazó ser ayudada con el equipaje. Tras ese segundo rechazo, aprovechó para hablar con ella sobre el incidente con el interventor y comentarle cómo es la normativa respecto a los billetes. Con el mismo tono de cercanía que con su amiga y la misma sonrisa complementada con una cara de alivio, ella continuó la conversación haciendo sentir a Javier algo que ni él mismo es capaz de describir. Magia pura y dura, es de suponer.

Siguieron hablando hasta el andén, en donde esperaba la madre de ella que al escuchar quejas preguntó qué había pasado. Pero, para sorpresa de él, no le preguntó a su hija. Le explicó resumidamente lo sucedido, cediéndole el turno a quien realmente debía contestar la pregunta. Mientras la chica hablaba, Javier aprovechó para observar la actitud de la madre quien, a simple vista, se mostraba como la típica persona sobreprotectora que desconfía del criterio de su hija.

A pesar de que estaba con dos completas desconocidas, él se sintió como en un ambiente totalmente familiar, de la misma manera en la que se sentiría junto a gente que conocía desde hacía tiempo. Fue precisamente esa sensación la que le hizo despedirse diciendo un “me alegro de veros. ¡Hasta la próxima!” tras lo que ella le dio las gracias acariciándole el antebrazo.

Javier se giró y se encaminó hacia el metro preguntándose por qué se había despedido de esa manera, como si supiera que se iban a volver a ver. “Ojalá me vuelva a encontrar con esa chica otra vez y podamos conocerlos. La vida me ha dado una oportunidad de conocer a quien parece un ángel y, por cosas superfluas y miedos absurdos, la dejé pasar como quien deja pasar un autobús que no le interesa. Soy tonto. Muy tonto. Pero confío en volver a verla. Se que voy a volver a verla” fueron sus últimos pensamientos antes de meterse en el subterráneo.

Por Miguel Bustos.

Lo último

Destacamos